El mejor viaje se hace con la compañía nacional tailandesa Tai Airways. Buenos aviones y casi cómodos asientos para un viaje tan largo. La comida está bastante bien, se puede elegir entre dos menús y sirve para ir haciéndose a los sabores y olores de Bangkok.
El euro funciona con normalidad. La moneda tailandesa es el bhat, pero lo ideal es pagar con tarjeta de crédito.
Hay muy buenos hoteles junto al rio, de gran lujo. Una opción bastante buena es el Twin Towers Hotel, de la cadena Meliá. Es de lo mejorcito que hay en cuanto a calidad madia-alta. Aunque la mayoría de los mayoristas lo califican de un simple primera, esta a la altura de cualquier otro Meliá en cuanto al trato al cliente. En este hotel se puede probar una estupenda comida china y japonesa y como opción de cena rápida sus sandwich son espectaculares y baratos. Su buffet de desayuno es bastante bueno y muy completo. El hotel está muy bien situado, cerca de todo lo que merece la pena ver.
Es imprescindible dar una vuelta en tuk-tuk, ideal para los amantes de las emociones fuertes. Contratar el precio antes para evitar sorpresas. Los taxis no son nada caros, pero es mejor tomarlos en la calle. Los que llaman los hoteles cuestan más. Conviene llevar un mapa del lugar donde está el hotel, ya que los taxistas parecen no conocer demasiado bien la ciudad.
Las recomendaciones habituales. Hacer la menor ostentación posible de dinero (para evitar sorpresas) y no tontear con las "cosas malas" ni con las malas compañías.
De todo. Hay pequeños mercadillos cautivadores. El regateo es imprescindible, sobre todo en el Pat Pong.
Bangkok, la capital de Tailandia, es uno de esos destinos que se envuelven rápidamente con un halo de misterio, sexo y templos. Un lugar al que se acude con ansia y recelo a partes iguales, y que raramente defrauda al viajero que llega hasta ella, por su belleza casi incontestable, aunque antes haya que meterse en ella hasta descubrir su alma.
Bangkok, hay que ser realistas, dista mucho de ser esa Ciudad de los Ángeles que significa su nombre. Es, por contra, una gran urbe llena de contrastes, donde convive el caos del tráfico y la polución de sus grandes avenidas, repletas de centenares de vehículos de todo tipo, con el silencio y el verdor de una red de canales (klongs) que recorren su periferia, y que la mantienen, por ahora y ojalá que por mucho tiempo, como esa Venecia de Asia, como también se la conoce, surcada cada día por cientos de embarcaciones de todo tipo.
Pero Bangkok es, sobre todo calor. Un calor que asalta al viajero desde el mismo momento que sale de su modernísimo aeropuerto. Un calor que le acompañará en sus paseos, en sus excursiones, en toda su estancia hasta convertirse en algo familiar. Y junto al calor, el olor. Un olor especial. Diferente a cualquier aroma aspirado en cualquier otra parte del mundo, que se hace más palpable en las zonas menos populosas, donde los puestos de comida dejan escapar a los cuatro vientos su especiado contenido. Un olor, el olor de Bangkok, que al principio desagrada un tanto por lo que tiene de desconocido, pero que, como el calor, al final se hace soportable, cercano. Casi íntimo.
En los últimos 20 años, Bangkok ha dado un salto de gigante, y se ha transformado en una gran ciudad. Lleva camino de convertirse en un nuevo tigre asiático, con una línea del cielo (skyline) llena de rascacielos, que sorprende al visitante cuando cruza el gigantesco puente del último rey, Rama IX, y divisa una ciudad distinta a la que recordaba veinte años atrás, con un horizonte cuajado de rascacielos. Sólo el gran río Chao Phraya sigue inmenso, repleto de barcos de todos los tamaños, como un mar majestuoso atrapado en el tiempo, entre edificios gigantescos. Pero pese a ese gran salto en el tiempo, algo no ha cambiado, afortunadamente, en Bangkok (junto a su olor y su calor. Su gente sigue siendo la misma de 20 años atrás. Esa gente que parece toda igual, repetida hasta el infinito, incansable, variopinta. Que camina muy deprisa, por la calle, subida en los coloristas tuk-tuk, o en los endiablados enjambres de motocicletas y bicicletas, como si llegara tarde a una cita importante. Y siempre sonriente. Sonriente y solícita. Atenta a ayudar al viajero despistado, a aconsejar cuando ve una mirada perdida en un mapa, oteando calles o avenidas llenas de vehículos de todo tipo, de humos, de ruido. Pero es precisamente ese caos el que le da su toque colorista, humano, endiabladamente atractivo a una ciudad que parece no dormir ni un solo momento. Que impone, que da un poco de miedo al principio, pero que empieza a atrapar al viajero casi sin que éste lo perciba. Es ya el alma de Bangkok, que le ha hecho caer en sus redes, que ha atrapado sus sentidos.
Y es en medio de ese caos donde destacan, como remanso de paz, sus templos, para los que el adjetivo de impresionantes se queda corto. Son el contrapunto de esta ciudad, su pasaporte del pasado, su tesoro mejor mostrado. Aquí, el caos se cambia por arte. La prisa por el sosiego de los fieles, a los que ya no sorprenden los ríos de individuos armados con todo tipo de cámaras de fotos o videos, deseosos de guardar, además del recuerdo, la prueba palpable de tanta belleza a la que admirar cuando se esté otra vez lejos de esta ciudad, y que son los únicos que parecen tener prisa.
En ninguna visita a Bangkok puede dejar de verse el templo del Buda de Oro. Un templo chico, presidido por una impresionante estatua de buda de oro macizo de cinco toneladas de peso. Y qué decir del impresionante buda reclinado en el templo de Wat Po, con sus 45 metros de largo. La restauración que llevan a cabo de la impresionante imagen está recuperado el esplendor de esta maravilla. Otro lugar imprescindible es el templo del mármol, el Wat Benjamaborphit, con una especie de soportales que cubren decenas de imágenes de budas y tumbas de ricos ciudadanos, que eligen este lugar como última morada.
Todas ellas están incluidas en cualquier paquete turístico, como lo está la visita al templo del Buda Esmeralda y el Palacio Real, sin duda la más atractiva e imprescindible de todas ellas. Se trata de un conjunto arquitectónico maravilloso, fascinante, cautivador. Vigiladas sus entradas por los fieros gigantes, es todo un museo al aire libre donde la arquitectura, las pinturas, los espejos, las stupas, las torres y los jardines, juegan con la luz del sol como en pocas partes del mundo. Los panes de oro brillan por doquier, y el aroma del incienso y de las flores de loto se mezclan en el ambiente. Aconsejo ir la primera vez con un guía y después, volver para perderse sin tener que escuchar detalles o historias, y dejar que sea el propio instinto el que dirija nuestros pasos, empujados por los sentidos.
En otro mundo muy distinto al religioso, otro lugar emblemático, ideal para perderse un rato, el Pat Pong era, y sigue siendo, el barrio canalla de Bangkok. El paraíso de las imitaciones y del sexo a pie de calle. Un lugar donde se puede comer una pizza, en un restaurante italiano, comprar un bolso Louis Vuiton y asistir a un ping-pong show, un espectáculo que pone en evidencia las "utilidades" más desconocidas del sexo, todo ello sin dar más de cinco pasos.
Antes era un lugar con tintes siniestros, que imponía, pero en el que ahora se respira cierta tranquilidad. Se puede ir tranquilamente hasta él a partir de las siete de la tarde. El agobio es constante, sobre todo por parte de los vendedores, pero no debe dar miedo visitarlo, e incluso asomarse a uno de esos bares en donde las jovencitas muestran sus encantos a los potenciales clientes, una herencia del paso de los marines durante la guerra de Vietnam, que han dejado ya para siempre la triste vitola de capital del sexo fácil a esta maravillosa ciudad. Uno puede asomarse desde la puerta de uno de estos lugares, satisfacer el morbo un instante y seguir sus paseos en busca de polos, relojes o cualquier extraña oferta que le llame la atención en sus cientos de puestos.
En este lugar también ofrecerán al visitante el "famoso" masaje tailandés, otra mentira heredada-impuesta desde la época los marines norteamericanos y ¿popularizada? por las películas de Enmanuelle. Nada que ver un verdadero masaje tailandés, que se estudia en los templos budistas, sino una forma más de prostitución que ensombrece una práctica ancestral, con benéficos efectos para el alma y el cuerpo. Recomiendo un masaje tailandés, pero de verdad, que se suele ofrecer incluso en el propio hotel. También recomiendo un masaje de pies, que se ofrece en numerosos lugares de la ciudad.
Desde Bangkok puede -y debe- visitarse el mercado flotante, aunque ya no es lo que fue hace 20 años. Es una forma de conocer el Bangkok rural. De adentrase en el dédalo de sus canales, de ver, aunque cada vez menos, cómo vivían hace años los habitantes de la Ciudad de los Ángeles, campesinos, pescadores... Ahora el marketing se ha disparado, y cada vez quedan menos barcas vendedoras de productos de verdad: flores, frutas, comida... Ahora, en una de esas lanchas, gobernadas todas por mujeres cubiertas con sus característicos sombreros de paja, pueden ofrecer (aunque a precio de oro) un carrete de fotos o una película de video. Como experiencia está bien, sobre todo, si el viajero hace el esfuerzo de separase del grupo y de las tentadores tiendas, y es capaz, desde una esquina, de abstraerse y disfrutar del ir y venir de un mercado que una vez, no muy lejos, fue una forma de vida, en donde los olores, los sabores, los colores, eran, junto a sus gentes los verdaderos reyes de este lugar.
En el paquete irá incluida una visita al Jardín de la Rosas. Es lo menos atractivo de la excursión. Se ha convertido en una especie de parque temático, donde camelan al viajero y lo pulen a fondo de dólares o euros de manera inmisericorde. Vale para hacerse una foto a lomos de un elefante (si no se ha visitado Chiamg Mai o Mae Hong Son) y muy poco más. Tiene colorido, intentan practicar algo de humor, pero acaba siendo un lugar con mala comida, mal espectáculo y, eso sí, maravillosos rincones donde dar gusto al disparador de la cámara de fotos, que es lo único que salva un poco este lugar para turistas despistados, más que otra cosa.
Para los amantes de la noche hay ona oferta muy variada de espectáculos-cena con danzas y música tailandesas. También hay gran caridad de espectáculos y discotecas y para los amantes de la buena cocina, magníficos restaurantes especializados en mariscos, aunque no suelen estar cocinados al estilo occidental, ya que predomina en ellos las especias. Para los valientes, hay platos que, más que cocina, parecen una colección entomológica (a base de saltamontes, escarabajos e insectos fritos o a la plancha).
Ni qué decir tiene que, quien tenga tiempo, debe viajar al norte de Tailandia y conocer Chiang Mai y el triángulo de Oro o darse una vuelta por las maravillosas playas del sur, en Pukhet y las increíbles islas Phi Phi. Pero esa es otra historia.